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Doce años después de su última novela, Carmen Martín Gaite se decidió en los años 90 a escribir una nueva obra que tuvo gran alcance mediático y gran éxito de público. Si por algo Carmen Martín Gaite ha conseguido una fama y una proyección ha sido por su calidad como representante de una generación de postguerra que vivió la juventud y la primera madurez en un régimen de represión y que impregnó la literatura de mediados del XX de un costumbrismo crítico. Buena cuenta de ello son sus cuentos. Libros como Entre Visillos o los cuentos famosos de su etapa de postguerra y posteriores nos muestran a una escritora vinculada a su generación, de una ideología de izquierdas muy concreta ligada a la crítica de la tradición más rancia y las ideas represivas de su tiempo. Al pintar a estos personajes prototípicos de los cincuenta con pluma sencilla y bien definida, Carmen se perfila a sí misma como una escritora de unos valores literarios exactos, precisos, que gusta por ese olor que impregna su obra a tiempos oscuros y a esa secreta liberación de la mujer, tanto sexual como vital, en años específicos en una España concreta. Así, toda su producción, su mejor producción, rezuma un feminismo femenino. Más que ideológico, sociológico. Más que político, social. Ello la convierte en una autora interesante.
Superada esta etapa, llegada la democracia, Martín Gaite sigue escribiendo y afronta una nueva época y, de igual modo, una nueva autodefinición. Caperucita en Manhattan es un texto que nada tiene que ver con aquello. Caperucita en Manhattan es un cuento prolongado, con habilidad de narradora de largo oficio, con maestría de buena narradora. Para empezar se traslada a Nueva York, con lo cual esquiva todo contacto con la sociedad española tan suya. Prescinde de este casticismo de personajes de los años cincuenta y sesenta y se arriesga a probar nuevos rumbos. Es un arriesgado cambio, una evolución atrevida. Gaite ya no la adolescente de la España profunda bajo la mesa camilla sino la niña de fantasía, medio símbolo, medio ensueño infantil, con regustos a cuento, sin dolor generacional al fondo. Esta Caperucita, como sus viejas niñas españolas, que toma las riendas de su vida pero esta vez en la ciudad de la libertad, sin otra represión que la propia indefensión de su edad y los lobos imaginarios de sus miedos.
Caperucita en Manhattan constituye una narración de buen pulso donde vemos el fondo de libertad de aquellas niñas españolas de tiempos de Franco pero remozadas por el tamiz del cuento infantil puro. El franquismo ha sido superado y su literatura ya no es una literatura de batalla. Sorprende discretamente a la hora de desarrollar un personaje clásico, otorgándole vericuetos y variantes ingeniosas.
La calidad de la obra reposa en el ingenio de Carmen a la hora de proponer un divertimento sin más, aunque subyazca bajo él su vieja temática. Un divertimento con el que Carmen se ve que disfruta, pero no está sacado de las tripas de la queja y de dolor, de la denuncia militante y social de donde procedían sus creaciones anteriores. La libertad, representada por la propia estatua de la libertad, neoyorquina es la libertad de una generación ya envejecida con la que Martín Gaite homenajea su lucha pasada. La abuela, (que finalmente baila con el lobo) es un símbolo de lo prohibido, el valor de arriesgarse, la apuesta por lo vital, la libertad, la lujuria, el pecado, de todo lo que no es moralmente aceptable, como tributo a aquella vida que Carmen vivió.
La familia de Sara vive en un pequeño apartamento en Brooklyn donde su madre Vivian intenta inculcar a Sara un comportamiento y una tradición adecuados. Vivian está obsesionada con su preparación semanal de tartas de fresa y quiere que su hija continúe con la tradición, "Cuando yo me muera ...dejaré dicho en mi testamento dónde guardo la receta verdadera, para que tú le puedas hacer la tarta de fresa a tus hijos". Sara opta por ocultar a su madre su falta de deseo de emularla. Vivian también se preocupa por la imagen de su familia y cuando Sara le pregunta si el novio de su abuela Rebeca, Aurelio, es su abuelo, reacciona con nerviosismo. Para convencer a Sara de que Aurelio no es su abuelo, rápidamente va al álbum de fotos de la familia para mostrarle una foto de su padre Isaac. Vivian elige negar a una hija el conocimiento de que la abuela de Sara, Rebeca, vive con un hombre con el que no está casada, lo que sólo resulta en una mayor obsesión de Sara por Manhattan, en particular el barrio de Morningside, donde viven Rebeca y Aurelio.
A través de las preocupaciones de Vivian sobre la vida doméstica y la identidad familiar, Martín Gaite hace referencia al discurso franquista que obligaba a las mujeres a dedicarse a sus responsabilidades biológicas y domésticas. a insistencia de Vivian en que Sara le tome la mano y se quede cerca es un refuerzo de la creencia de que la ciudad no es un lugar apropiado para las mujeres. El pasaje que describe el viaje semanal en metro de Vivian y Sara para visitar a la abuela de Sara, Rebeca, en Manhattan, exhibe la diferencia generacional entre madre e hija y sus actitudes conflictivas hacia el espacio. Vivian está absorta en su preocupación por la seguridad, mientras que Sara está entusiasmada con lo que verá y experimentará durante su viaje. Vivian no comparte el interés de su hija por los viajes en metro y se molesta cuando Sara se aleja de ella. Sara observa a los pasajeros del metro y disfruta comparándolos. En reacción al control de su madre, Sara estudia un mapa de Manhattan y lee historias como un medio para imaginar una realidad alternativa.
La amenaza del peligro es una herramienta que la sociedad patriarcal utiliza para controlar la agencia femenina y más específicamente su virtud. Rebeca aprovecha el hecho de que la gente evita el parque por miedo y va allí a propósito para disfrutar de la soledad. La independencia de Rebeca proviene de sus experiencias como cantante de salón de baile y Sara disfruta del hecho de que su abuela era una artista. Sara observa lo diferente que es Rebeca en comparación con su madre Vivian y se sorprende cuando ve a Rebeca poniendo la mesa. Sara expresa su sorpresa por la domesticidad de su abuela a lo que Rebeca responde, "Si eso es lo más fácil que hay. Lo que pasa es que se aburre, cuando no hay un motivo para hacerlo". Sara también pregunta si Rebeca sabe hacer la tarta de fresa y responde: "A mí ya me aburre la cocina. Pero la receta la tengo guardada no sé dónde. Tu madre me la trajo, como si fuera un testamento. Dice que tiene miedo de que se la roben las vecinas". El miedo de Vivian a perder su receta y su preocupación por su madre evidencia su necesidad de control. Así como Vivian trata de domesticar a Sara, Vivian desea que su madre sea más tradicional para que coincida con su imagen de la familia ideal. A diferencia de Vivian, Rebeca no se deja llevar por el peligro o la violencia que el espacio urbano conlleva para las mujeres y es el primer modelo para Sara de una mujer autónoma. El segundo ejemplo aparece en la sección dos de Caperucita en Manhattan, titulada La aventura, donde Sara es salvada por Miss Lunatic y finalmente realiza su sueño de experimentar la ciudad sin las reglas de su madre.
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